Carlos Marichal: “Hay un movimiento perverso de los bancos”
23 Junio 2010 | Categorías: Entitats financeres | 551 lecturas |
Natalia Aruguete – Página/12
“A diferencia de lo sucedido en los años ’90, cuando se multiplicaron las crisis en los mercados emergentes, la debacle actual impacta en el corazón financiero mundial. Los países en desarrollo muestran una recuperación sustancial y más rápida que los Estados Unidos y Europa”, señala Carlos Marichal, historiador especializado en economía. Autor del reciente libro Nueva historia de las grandes crisis financieras, Marichal es un reconocido investigador mexicano, doctor por la Universidad de Harvard y profesor visitante en las universidades de Stanford, Carlos III, Complutense de Madrid y Autónoma de Barcelona. En su paso por Buenos Aires, concedió una entrevista a Cash.
¿Por qué los actores clave de esta crisis no la anticiparon?
–Paul Krugman, cuando escribió El retorno de la economía de la depresión en 1999, anticipó este colapso financiero. En ese momento no fue un éxito porque todos estaban obsesionados con el auge de Wall Street, el mayor de toda la historia. Ocho años más tarde, con el Premio Nobel debajo del brazo y en medio de la crisis, volvió a lanzar el libro con mucho éxito.
Pero el análisis hacía foco en los países periféricos.
–Cierto, la previsión era que las crisis vendrían de la periferia. No pudieron prever las fuertes debilidades de los mercados financieros más importantes del mundo: Nueva York y Londres.
¿La crisis “punto com” de 2001 no fue un aviso de la debacle de 2008?
–Esa crisis generó un gran temor. Al caer todas las cotizaciones de las empresas tecnológicas, la Reserva Federal redujo inmediatamente la tasa de interés de casi 6 por ciento a más o menos el uno por ciento. La más baja de la historia. Esto permitió que la Bolsa rebotara a pesar de haber sufrido la peor caída desde el año ’29. Además, había un auge del mercado inmobiliario, que no sufrió caídas con la crisis “punto com” sino que siguió un camino ascendente. En ese momento, los países en desarrollo, que habían sufrido graves crisis, estaban en proceso de recuperación mientras los países del centro experimentaban un auge enorme.
¿En qué medida la crisis de 2001 influyó en el desenlace de 2008?
–Entre 2002 y 2006 se formaron dos burbujas enormes en forma simultánea, una inmobiliaria y otra bursátil, en los Estados Unidos, Inglaterra y España. Según las series históricas, las burbujas bursátiles que hubo entre 1990 y 2001 y entre 2003 y 2006 no tienen precedentes. El mercado de capitales en Nueva York creció de manera extraordinaria en ese período. En 1990, el total de operaciones de ese país superaba los tres billones de dólares. Tokio tenía una cifra cercana. Francia, Alemania, poco menos. En 2005, Tokio seguía en 3 billones mientras que Nueva York estaba en 14,5 billones. El mercado de capitales de Estados Unidos era y es no sólo el más grande del mundo, sino el más grande de todos los otros mercados juntos. A eso no le prestaron mucha atención.
¿Por qué?
–Porque en la época moderna, los bancos centrales no prestan demasiada atención, en cuanto a su capacidad de acción, a los valores bursátiles o inmobiliarios. No es propiamente su campo de regulación. Tienen como mandato, norma y regla el vigilar a los bancos, vigilar la situación monetaria y utilizar el índice de precios como indicador de la inflación. Lo que procuran es mantener estabilidad de precios y aventar un crecimiento económico más o menos estable y sostenido. Alan Greenspan sostenía que desde la Reserva Federal no podía influir de manera importante sobre la Bolsa. Muchos autores dicen que, en realidad, Greenspan tendía a que el mercado se recuperase y volviera a su auge.
¿Cree que fueron adecuados los rescates implementados por los gobiernos y los bancos centrales?
–Si no se hubieran hecho esos rescates, el sistema financiero se habría hundido, no ya a nivel nacional sino mundial. Los historiadores económicos que comparan la crisis de 1929 con la de 2008 demuestran que, en la primera etapa, esta última fue peor en la caída de los valores bursátiles, del comercio internacional e, incluso, de la producción industrial. Cuando quebró Lehman Brothers, el 15 de febrero de 2008, se tenía la sensación –y lo confesaron el presidente del banco de la Reserva Federal de Nueva York, Tim Geithner, el secretario del Tesoro, Henry Paulson, y el presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke– de un desplome total del sistema financiero. Al mismo tiempo debe enfatizarse que en ningún país en desarrollo hubo crisis bancarias.
Sin embargo, los países en desarrollo sufrieron las consecuencias de esta crisis.
–En esos países, inicialmente la crisis tuvo un impacto en la baja de los precios en la Bolsa y sobre su comercio. Sin embargo, la recuperación en ambas esferas fue sustancial y mucho más rápida que en los Estados Unidos y Europa. Pero depende de qué grupos de países elegimos.
¿Por ejemplo?
–En China, la recuperación fue notoria, similar a la de India. Sudamérica logró una recuperación rápida. Al punto de que, en algunos casos, es difícil hablar de una gran recesión. Las tasas de desempleo inicialmente aumentaron, pero luego se redujeron y hoy en la Argentina o Brasil se está logrando un aumento sustancial del empleo.
¿Dónde se ubica Grecia en este contexto?
–Al comienzo, los países del Mediterráneo sufrieron menos la crisis, en parte, por el escudo del euro. Si no hubieran tenido el euro como moneda, habrían sufrido ataques especulativos muy fuertes en 2008. En épocas de crisis, las firmas financieras atacan las monedas que consideran más débiles.
¿Entonces cómo se explica la crisis en Grecia o España?
–Hay ataques especulativos en contra de la deuda de estos países. Hay un movimiento natural, aunque también perverso, de los bancos y las empresas financieras. Muchos de ellos son bancos de Estados Unidos, Inglaterra y Alemania, que fueron rescatados y operan muy activamente en los mercados monetarios, y que apostaron a la baja del euro, considerando que iban a ganar dinero con eso. Es un mecanismo perverso porque especulan contra una de las monedas de reserva fundamental a nivel internacional, sin que haya motivos del todo razonables para ello. Sin duda el euro estaba sobrevaluado y las deudas públicas en Grecia, España, Italia y Portugal son importantes. Pero la deuda de España es mucho menor, en términos relativos, que la de Inglaterra o, incluso, que la de Alemania.
¿Qué época se abre en el escenario financiero?
–Las grandes crisis marcan cambios en la arquitectura financiera internacional. La primera gran crisis mundial de 1873 impulsó el establecimiento del patrón oro, esto tuvo efectos positivos. Después de la crisis de 1929 se abandonó el patrón oro, hubo una mayor rivalidad entre naciones y menor cooperación económica y monetaria internacional. Eso llevó a la inestabilidad de los años ’30, acentuada por las rivalidades militares. Al final de la Segunda Guerra Mundial se estableció el sistema de Bretton Woods.
¿La Segunda Guerra Mundial es comparable con crisis financieras como la de 1873 o la de 1929?
–La Segunda Guerra Mundial tuvo las mismas consecuencias o peores que las de una crisis financiera. Los países vencedores decidieron establecer un nuevo sistema que pudiera garantizar estabilidad. Y se logró establecer una serie de acuerdos, bajo el diseño Bretton Woods, que permitieron un crecimiento sostenido y pocas crisis.
¿Por qué hubo pocas crisis en los treinta años que siguieron a la Segunda Guerra?
–Había regulaciones muy fuertes. A nivel de la economía internacional, los movimientos de capitales estaban bastante regulados y había control por parte del gobierno y la banca central, que estaban más sincronizadas en el manejo de las tasas de interés. En el ’71 se empezaron a liberalizar los movimientos de capitales. Se llegó a un endeudamiento muy fuerte en los países latinoamericanos. En los ’80 el proceso se desbocó.
¿Por qué?
–Por el Big-Bang en Londres, que implicó liberalizar el mercado de manera muy notable, pero también de la aplicación de tecnología nueva. La electrónica influyó en la globalización: permitió realizar más operaciones, en mayor escala, en menos tiempo y 24 horas al día. Desde mediados de los ’90 se crearon instrumentos de inversión de alto riesgo. Fue uno de los factores que generaron las condiciones de la crisis actual. Hoy se está repensando la regulación de los mercados financieros.
¿En qué niveles?
–Hay discusiones en la Cámara de Representantes de los Estados Unidos para regular la banca y a fin de mes debe aprobarse la ley. Será una ley reformista, que impondrá límites hasta cierto punto; por ahora no sabemos cuál será su alcance. En Alemania y Hungría hay una norma sobre las ganancias de los bancos. Al mismo tiempo, en los bancos centrales se está discutiendo el grado de regulación que se aplicará en cada país.
Dada la dimensión que alcanzó la especulación financiera, ¿es posible aplicar una regulación efectiva en este sector?
–Los que más crecieron son los bancos globales. Los fondos de inversión y la banca privada se vieron muy debilitados por la crisis. En Estados Unidos se está dando un proceso de consolidación de la banca. Esas entidades son más grandes y seguirán creciendo. Son bancos globales que operan en muchos mercados y se oponen a una legislación que los regule. Y, en este contexto, es muy difícil poner en marcha una legislación internacional. Mucho depende del grado de coordinación que haya entre las naciones. Esta nueva regulación la tienen que establecer básicamente los bancos centrales. Actualmente, hay una tensión entre los bancos centrales y los grandes bancos comerciales.
Diferentes países de Sudamérica participan de un debate conjunto sobre una nueva arquitectura financiera regional.
–La economía mexicana está más vinculada con la norteamericana. Es problemática su incorporación dentro de la reforma del sistema monetario en Sudamérica. Creo que la propuesta más interesante es la de coordinación monetaria, en la que los bancos centrales participen de manera más activa en mantener y permitir el establecimiento de un instrumento basado en una canasta de monedas.
¿Cuáles serían los beneficios de tal coordinación?
–Se reduciría el grado de volatilidad monetaria, se aseguraría una cooperación para que cada país ayude al otro en situaciones de crisis y permitiría poco a poco establecer un cierto balance entre las monedas. También Asia se propuso un mayor grado de cooperación monetaria regional
sábado, 27 de agosto de 2011
Nueva Historia de las Grandes Crisis Financieras: Carlos Marichal
Bienvenido al sitio web del libro Nueva Historia de las Grandes Crisis Financieras. Una perspectiva global, 1873-2008, escrito por Carlos Marichal, publicado por la editorial DEBATE en Argentina, España y México en 2010.
Este sitio web incluye un índice y un resumen del texto, diversos recursos como gráficos, diagramas, cuadros y líneas del tiempo, una bibliografía ampliada con numerosas referencias y un glosario.
Asimismo el sitio web recopila la difusión en medios que recibe el libro, información sobre el autor, un blog y un formulario de contacto.
Sin embargo, el sitio no contiene el texto del libro.Para comprar el libro, puede dar clic aquí.
Sobre el libro...
Entre el quince de septiembre y fines de octubre de 2008, las bolsas y los sistemas bancarios e hipotecarios de los Estados Unidos sufrieron el efecto de un verdadero tsunami financiero. Siguió una cadena de pánicos bancarios y bursátiles que se extendió a escala mundial y que ha sido considerada como la peor crisis financiera en ochenta años.
Con objeto de entender mejor la debacle contemporánea, el presente libro ofrece un resumen de la historia de las crisis financieras mayores del pasado y de nuestra época. Después de identificar las crisis en la primera globalización financiera (1870-1914), analiza el mayor pánico financiero del capitalismo moderno que estalló en 1929 y que se convirtió en la Gran Depresión.
El texto se pregunta por qué no hubo crisis mayores durante la época del sistema Bretton Woods (1944-1971), para luego discutir los orígenes y consecuencias de la globalización financiera en el último cuarto del siglo XX, que dio lugar a la multiplicación de las crisis cuyos efectos aún padecemos.
Este libro familiariza al lector con los antecedentes históricos y con los principales detonantes de la tormenta financiera que estalló en 2008. Concluye con un resumen de los debates acerca de las medidas puestas en marcha por gobiernos y bancos centrales para superar los efectos de la crisis actual. Nos acerca así a las respuestas a una cuestión trascendente para nuestro bienestar presente y futuro.
Este sitio web incluye un índice y un resumen del texto, diversos recursos como gráficos, diagramas, cuadros y líneas del tiempo, una bibliografía ampliada con numerosas referencias y un glosario.
Asimismo el sitio web recopila la difusión en medios que recibe el libro, información sobre el autor, un blog y un formulario de contacto.
Sin embargo, el sitio no contiene el texto del libro.Para comprar el libro, puede dar clic aquí.
Sobre el libro...
Entre el quince de septiembre y fines de octubre de 2008, las bolsas y los sistemas bancarios e hipotecarios de los Estados Unidos sufrieron el efecto de un verdadero tsunami financiero. Siguió una cadena de pánicos bancarios y bursátiles que se extendió a escala mundial y que ha sido considerada como la peor crisis financiera en ochenta años.
Con objeto de entender mejor la debacle contemporánea, el presente libro ofrece un resumen de la historia de las crisis financieras mayores del pasado y de nuestra época. Después de identificar las crisis en la primera globalización financiera (1870-1914), analiza el mayor pánico financiero del capitalismo moderno que estalló en 1929 y que se convirtió en la Gran Depresión.
El texto se pregunta por qué no hubo crisis mayores durante la época del sistema Bretton Woods (1944-1971), para luego discutir los orígenes y consecuencias de la globalización financiera en el último cuarto del siglo XX, que dio lugar a la multiplicación de las crisis cuyos efectos aún padecemos.
Este libro familiariza al lector con los antecedentes históricos y con los principales detonantes de la tormenta financiera que estalló en 2008. Concluye con un resumen de los debates acerca de las medidas puestas en marcha por gobiernos y bancos centrales para superar los efectos de la crisis actual. Nos acerca así a las respuestas a una cuestión trascendente para nuestro bienestar presente y futuro.
Carlos Marichal Salinas: Historía de las Grandes Crisis Financieras
Entre el cúmulo de libros sobre la actual crisis económica que están publicando desde hace dos años, éste de Carlos Marichal Salinas representa una sabia y singular combinación de rigor económico e histórico con una total sencillez expresiva, que prescinde absolutamente de la detestable jerga utilizada por muchos expertos en finanzas. No en balde su autor dio antes a la imprenta Historia de la deuda externa de América Latina (1989) y La bancarrota del Virreinato. Nueva España y las finanzas del Imperio español, 1780-1810 (1999), que han recibido un reconocimiento unánime en los países de habla hispana, como también sus respectivas versiones en inglés, por parte del público y en los medios académicos.
La nueva historia de las grandes crisis financieras. Una perspectiva global, 1873-2008 parte de crisis importantes que han acontecido en la economía mundial desde 1873, con más o menos incidencia en unos u otros países, y con orígenes y manifestaciones diversas, aunque todas tienen en común la alternancia de ciclos alcistas seguidos por otros declinantes, con puntos de transición violentos, como en su día pusieron de manifiesto Charles Kindleberger y Robert Alibert (Manias, panics and crashes, 1978). Este libro de Marichal, historiador español formado en Estados Unidos y residente en México, presta además una atención permanente a la dimensión mundial de las crisis financieras, no limitándose al desenvolvimiento de estos ciclos en las economías occidentales más avanzadas.
El primer capítulo está dedicado a las crisis financieras anteriores a la Primera Guerra Mundial, como la de 1873 y la de 1891, asociada, en sus comienzos, a los flujos financieros que enlazaban Londres, entonces centro financiero mundial, con las florecientes economías suramericanas, en el marco del patrón oro. El capítulo segundo resulta ser una aproximación excelente a la crisis de 1929 y años siguientes, dotado de un bagaje bibliográfico rico y preciso en las notas a pie de página, virtud presente en todo el texto. Otro de los muchos valores de este libro consiste en el afán de su autor por presentar con sencillez y claridad las principales respuestas que se han ofrecido por parte de los especialistas a interrogantes como el anterior. Se revelan, en este caso, las posibles causas reales, como la caída mundial de los precios de productos primarios en los años veinte y treinta, y también monetarias, como los defectos inherentes al restaurado patrón oro -que feneció definitivamente en medio de esta crisis, en 1931- o la inadecuada política del Banco de la Reserva Federal en 1929, el cual no ofreció apoyo suficiente a los bancos comerciales norteamericanos.
La crisis de 1929 se prolongó en algunos casos hasta fines de la década siguiente, sobre todo en países como Estados Unidos, a pesar de la política económica de Roosevelt, tan comúnmente alabada -también en este libro-, y tuvo tres derivaciones particularmente duras: paro, miedo y pobreza. La Segunda Guerra Mundial borró este cuadro pesimista y esbozó un mundo, que se hizo realidad en los años posteriores, de cooperación, apertura de mercados y voluntad de recuperación y desarrollo. Nacieron así entre 1944 y 1947 diversas instituciones económicas supranacionales, como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, ambos de 1944, y la actual OCDE, creada en 1948 para administrar el Plan Marshall.
De 1950 a 1973 se vivió, en casi todo el mundo, tanto en el capitalista como en el comunista y los países neutrales, una etapa de crecimiento económico sin precedentes, más rápido en el caso de Europa occidental y Japón que en los Estados Unidos, aunque esta economía siguió siendo la primera del planeta. Precisamente fue la debilidad del dólar , que permaneció vinculado al oro hasta 1971, lo que puso final al orden monetario definido en 1944, debido al creciente déficit comercial de Estados Unidos y al voluminoso gasto militar de este país. A partir de entonces aumentaron la volatilidad y las fluctuaciones de los tipos de cambio. La acentuada subida de los precios del petróleo en 1973 fue la causa más visible, pero no la única, de la crisis que se prolongaría hasta mediados de los años ochenta, particularmente en Norteamérica y Europa occidental, aunque también la sufrieron con gravedad las economías socialistas.
Marichal dedica más de la mitad del libro al análisis de la evolución financiera del mundo actual en las cuatro últimas décadas. El autor desvela certeramente la trama principal de esta historia, que es la progresiva globalización del mercado de capital, y avanza algunas cuestiones interesantes. Por ejemplo, el impulso a esta tendencia mundialista que dio la inversión de petrodólares, es decir, las ganancias derivadas de la explotación de hidrocarburos que sus productores situaron en el mercado estadounidense, y que, desde ahí, bancos norteamericanos transformaron en créditos a países emergentes. O el diferente rasero entre el trato rigorista que el Fondo Monetario Internacional deparaba a los países pobres, con problemas de inflación y desequilibrio en sus balanzas exteriores, y el más benévolo a Estados Unidos que, en los años 60 y primeros 70, siguió un comportamiento monetario y financiero muy laxo.
El autor recoge la inquietud de los especialistas que detectaron una creciente frecuencia de las crisis financiera, de alcance nacional o regional, en la mayoría de los casos, a partir de 1987, y cómo algunos de dichos economistas -sobre todo, los norteamericanos Stiglitz y Krugman- relacionan este hecho con la progresiva desregulación de los mercados financieros. Marichal tiene el acierto de no quedar satisfacho con fáciles explicaciones ideológicas, tan al uso -Reagan y Thatcher, los neocon- y apunta a la influencia de interpretaciones teóricas, como las de algunos economistas discípulos de Friedman cuya influencia dista de haberse evaporado, y del éxito indudable que tuvo y tiene la apertura de los mercados mundiales de bie-nes y servicios, lo cual hace ineludible la globalización financiera, la innovación de instrumentos crediticios, la multiplicidad de oferentes y demandantes, y la flexibilización de los mercados para hacer posible la rápida trasmisión de rentas y capitales. Probablemente -y ello no dice, de modo literal, en este libro, pero surge de la lectura de sus páginas- habría resultado inviable el actual crecimiento de países como China. India o Brasil, sin una oferta de capital abundante, espontánea y fácilmente disponible.
Esto nos conduce a otra pregunta. ¿La liberalización de los mercados implica la ausencia de supervisión y regulación financieras? Posiblemente hoy se confunden ambos conceptos, que son bien distintos. Es curioso que el caso español sea un buen ejemplo de progresiva liberación del sector bancario y crediticio, respecto a las políticas de hace cuarenta años, al tiempo que se ha implementado un sistema supervisor y regulador que contribuyó a solucionar catástrofes pasadas y ha moderado considerablemente el impacto de la crisis actual sobre dicho sector. Otra cuestión que debate el autor de este libro es el de la tan denostada especulación. ¿Es la causante de las dificultades financieras de las economías nacionales, o son las debilidades manifiestas de estas últimas las que la alientan? De la lectura de muchos capítulos de este libro apasionante se deduce con claridad que en el Londres de los veinte o el Francfort de los primeros noventa, los inversores detectaron síntomas inquietantes que provocaron su salida.
Poderoso caballero, por Fernando Aramburu
De comunidades dirigidas por un elegido de Dios pasamos a estructuras destinadas a la consumación práctica de las ideas en la Historia y ahora resulta que el Estado es una empresa de administración de caudales públicos con las manos atadas por un ovillo de compromisos internacionales. El dinero ha gobernado siempre, en cualquiera de sus composiciones metálicas, los grupos humanos. Según decía el profesor fulanito de tal, el dinero, tanto como un medio de adquisición de bienes y voluntades, es un rigor que prefiere a las naturalezas previsoras y productivas. El dinero es hoy aleluya; mañana huelgas, recortes y ruina. Si busca usted una solución a la crisis, considere el modelo de sociedad en que desea vivir. Deberá después apretar el botón correspondiente para elegir entre encenderle una vela a santa Rita, tragarse las ruedas de molino de un partido capitalista de izquierda o solicitar los servicios de un gestor eficiente.
La nueva historia de las grandes crisis financieras. Una perspectiva global, 1873-2008 parte de crisis importantes que han acontecido en la economía mundial desde 1873, con más o menos incidencia en unos u otros países, y con orígenes y manifestaciones diversas, aunque todas tienen en común la alternancia de ciclos alcistas seguidos por otros declinantes, con puntos de transición violentos, como en su día pusieron de manifiesto Charles Kindleberger y Robert Alibert (Manias, panics and crashes, 1978). Este libro de Marichal, historiador español formado en Estados Unidos y residente en México, presta además una atención permanente a la dimensión mundial de las crisis financieras, no limitándose al desenvolvimiento de estos ciclos en las economías occidentales más avanzadas.
El primer capítulo está dedicado a las crisis financieras anteriores a la Primera Guerra Mundial, como la de 1873 y la de 1891, asociada, en sus comienzos, a los flujos financieros que enlazaban Londres, entonces centro financiero mundial, con las florecientes economías suramericanas, en el marco del patrón oro. El capítulo segundo resulta ser una aproximación excelente a la crisis de 1929 y años siguientes, dotado de un bagaje bibliográfico rico y preciso en las notas a pie de página, virtud presente en todo el texto. Otro de los muchos valores de este libro consiste en el afán de su autor por presentar con sencillez y claridad las principales respuestas que se han ofrecido por parte de los especialistas a interrogantes como el anterior. Se revelan, en este caso, las posibles causas reales, como la caída mundial de los precios de productos primarios en los años veinte y treinta, y también monetarias, como los defectos inherentes al restaurado patrón oro -que feneció definitivamente en medio de esta crisis, en 1931- o la inadecuada política del Banco de la Reserva Federal en 1929, el cual no ofreció apoyo suficiente a los bancos comerciales norteamericanos.
La crisis de 1929 se prolongó en algunos casos hasta fines de la década siguiente, sobre todo en países como Estados Unidos, a pesar de la política económica de Roosevelt, tan comúnmente alabada -también en este libro-, y tuvo tres derivaciones particularmente duras: paro, miedo y pobreza. La Segunda Guerra Mundial borró este cuadro pesimista y esbozó un mundo, que se hizo realidad en los años posteriores, de cooperación, apertura de mercados y voluntad de recuperación y desarrollo. Nacieron así entre 1944 y 1947 diversas instituciones económicas supranacionales, como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, ambos de 1944, y la actual OCDE, creada en 1948 para administrar el Plan Marshall.
De 1950 a 1973 se vivió, en casi todo el mundo, tanto en el capitalista como en el comunista y los países neutrales, una etapa de crecimiento económico sin precedentes, más rápido en el caso de Europa occidental y Japón que en los Estados Unidos, aunque esta economía siguió siendo la primera del planeta. Precisamente fue la debilidad del dólar , que permaneció vinculado al oro hasta 1971, lo que puso final al orden monetario definido en 1944, debido al creciente déficit comercial de Estados Unidos y al voluminoso gasto militar de este país. A partir de entonces aumentaron la volatilidad y las fluctuaciones de los tipos de cambio. La acentuada subida de los precios del petróleo en 1973 fue la causa más visible, pero no la única, de la crisis que se prolongaría hasta mediados de los años ochenta, particularmente en Norteamérica y Europa occidental, aunque también la sufrieron con gravedad las economías socialistas.
Marichal dedica más de la mitad del libro al análisis de la evolución financiera del mundo actual en las cuatro últimas décadas. El autor desvela certeramente la trama principal de esta historia, que es la progresiva globalización del mercado de capital, y avanza algunas cuestiones interesantes. Por ejemplo, el impulso a esta tendencia mundialista que dio la inversión de petrodólares, es decir, las ganancias derivadas de la explotación de hidrocarburos que sus productores situaron en el mercado estadounidense, y que, desde ahí, bancos norteamericanos transformaron en créditos a países emergentes. O el diferente rasero entre el trato rigorista que el Fondo Monetario Internacional deparaba a los países pobres, con problemas de inflación y desequilibrio en sus balanzas exteriores, y el más benévolo a Estados Unidos que, en los años 60 y primeros 70, siguió un comportamiento monetario y financiero muy laxo.
El autor recoge la inquietud de los especialistas que detectaron una creciente frecuencia de las crisis financiera, de alcance nacional o regional, en la mayoría de los casos, a partir de 1987, y cómo algunos de dichos economistas -sobre todo, los norteamericanos Stiglitz y Krugman- relacionan este hecho con la progresiva desregulación de los mercados financieros. Marichal tiene el acierto de no quedar satisfacho con fáciles explicaciones ideológicas, tan al uso -Reagan y Thatcher, los neocon- y apunta a la influencia de interpretaciones teóricas, como las de algunos economistas discípulos de Friedman cuya influencia dista de haberse evaporado, y del éxito indudable que tuvo y tiene la apertura de los mercados mundiales de bie-nes y servicios, lo cual hace ineludible la globalización financiera, la innovación de instrumentos crediticios, la multiplicidad de oferentes y demandantes, y la flexibilización de los mercados para hacer posible la rápida trasmisión de rentas y capitales. Probablemente -y ello no dice, de modo literal, en este libro, pero surge de la lectura de sus páginas- habría resultado inviable el actual crecimiento de países como China. India o Brasil, sin una oferta de capital abundante, espontánea y fácilmente disponible.
Esto nos conduce a otra pregunta. ¿La liberalización de los mercados implica la ausencia de supervisión y regulación financieras? Posiblemente hoy se confunden ambos conceptos, que son bien distintos. Es curioso que el caso español sea un buen ejemplo de progresiva liberación del sector bancario y crediticio, respecto a las políticas de hace cuarenta años, al tiempo que se ha implementado un sistema supervisor y regulador que contribuyó a solucionar catástrofes pasadas y ha moderado considerablemente el impacto de la crisis actual sobre dicho sector. Otra cuestión que debate el autor de este libro es el de la tan denostada especulación. ¿Es la causante de las dificultades financieras de las economías nacionales, o son las debilidades manifiestas de estas últimas las que la alientan? De la lectura de muchos capítulos de este libro apasionante se deduce con claridad que en el Londres de los veinte o el Francfort de los primeros noventa, los inversores detectaron síntomas inquietantes que provocaron su salida.
Poderoso caballero, por Fernando Aramburu
De comunidades dirigidas por un elegido de Dios pasamos a estructuras destinadas a la consumación práctica de las ideas en la Historia y ahora resulta que el Estado es una empresa de administración de caudales públicos con las manos atadas por un ovillo de compromisos internacionales. El dinero ha gobernado siempre, en cualquiera de sus composiciones metálicas, los grupos humanos. Según decía el profesor fulanito de tal, el dinero, tanto como un medio de adquisición de bienes y voluntades, es un rigor que prefiere a las naturalezas previsoras y productivas. El dinero es hoy aleluya; mañana huelgas, recortes y ruina. Si busca usted una solución a la crisis, considere el modelo de sociedad en que desea vivir. Deberá después apretar el botón correspondiente para elegir entre encenderle una vela a santa Rita, tragarse las ruedas de molino de un partido capitalista de izquierda o solicitar los servicios de un gestor eficiente.
miércoles, 17 de agosto de 2011
Ignacio Moncada Critica a KEYNES
Resulta heroica la obstinación de los keynesianos que van quedando. Mientras Occidente contempla cómo se derrumba la economía como resultado de más de tres años de políticas expansivas, éstos continúan su huída hacia delante. Y, sin duda, lo hacen con los ojos vendados, pues no ven que a escasos metros se encuentra el abismo. Rezaba en El País Jose Carlos Díez, economista jefe de Intermoney, que "la tensión en los mercados financieros que de nuevo estamos padeciendo ha sido causada por una obsesión por la austeridad". Yendo incluso más lejos, el incansable Paul Krugman repite dos veces por semana desde las páginas del The New York Times la misma idea: "una respuesta real a nuestros problemas conllevaría por el momento, ante todo, más gasto gubernamental, no menos".
La realidad sigue sin dar una alegría a los fervientes seguidores de Lord Keynes. Desde el momento en el que estalló la crisis, los Gobiernos de ambos lados del Atlántico siguieron a pies juntillas el manual anticrisis que nos legó el economista inglés: que los Gobiernos gasten todo el dinero posible, da igual en qué, con objeto de mantener la demanda inflada. El hecho es que se ejecutaron los mayores planes de gasto público que jamás vieron los tiempos. Podría parecer extraño que mientras la economía occidental se contrae con violencia, y la gente tiene cada vez menos recursos, la salida de los Gobiernos sea la de acaparar todo el crédito disponible para despilfarrarlo en sus más inmediatas ocurrencias. Pero la verdadera luz que iluminaba esas acciones, aunque parecieran absurdas a ojos del ciudadano de a pie, era la promesa de que en menos de un año se volvería al pleno empleo y al sano y enérgico crecimiento económico. Tres años después, la realidad, ajena a las fantasías keynesianas, sigue sin hacer caso a tan voluntarista ideología. Ha logrado, eso sí, lo que parecía impensable: colocar a grandes potencias económicas al borde mismo de la suspensión de pagos.
Pero el asunto sigue agravándose. Los Gobiernos, incluso viéndose a un paso del precipicio, siguen pensando que la clave para evitar una traca de quiebras soberanas está en reducir el déficit publico al 6%, cifra que alguien debió mencionar en Bruselas como si fuera la panacea contra la crisis y que no deja de seguir siendo un nivel de endeudamiento masivo. La reacción de la economía, que no entiende de ideologías, ha sido la de ir a peor. La crisis de deuda se ha traducido en una explosión de las primas de riesgo, en el rescate encubierto del BCE a España e Italia y en la certeza de que volvemos hacia la recesión. El caso es que parece que ni el riesgo de quiebra parece frenar la fe ciega de los keynesianos en el despilfarro como método infalible para salir de la crisis. Al final resultó que la estrategia que nos prometieron que nos sacaría de la crisis en un año, pleno empleo incluido, nos ha traído a las puertas de otra gran depresión de las que duran más de una década. Sólo con un ajuste de caballo evitaremos adentrarnos en ella.
Ignacio Moncada es ingeniero industrial por ICAI y trabaja como analista financiero de inversiones en Nueva York.
La realidad sigue sin dar una alegría a los fervientes seguidores de Lord Keynes. Desde el momento en el que estalló la crisis, los Gobiernos de ambos lados del Atlántico siguieron a pies juntillas el manual anticrisis que nos legó el economista inglés: que los Gobiernos gasten todo el dinero posible, da igual en qué, con objeto de mantener la demanda inflada. El hecho es que se ejecutaron los mayores planes de gasto público que jamás vieron los tiempos. Podría parecer extraño que mientras la economía occidental se contrae con violencia, y la gente tiene cada vez menos recursos, la salida de los Gobiernos sea la de acaparar todo el crédito disponible para despilfarrarlo en sus más inmediatas ocurrencias. Pero la verdadera luz que iluminaba esas acciones, aunque parecieran absurdas a ojos del ciudadano de a pie, era la promesa de que en menos de un año se volvería al pleno empleo y al sano y enérgico crecimiento económico. Tres años después, la realidad, ajena a las fantasías keynesianas, sigue sin hacer caso a tan voluntarista ideología. Ha logrado, eso sí, lo que parecía impensable: colocar a grandes potencias económicas al borde mismo de la suspensión de pagos.
Pero el asunto sigue agravándose. Los Gobiernos, incluso viéndose a un paso del precipicio, siguen pensando que la clave para evitar una traca de quiebras soberanas está en reducir el déficit publico al 6%, cifra que alguien debió mencionar en Bruselas como si fuera la panacea contra la crisis y que no deja de seguir siendo un nivel de endeudamiento masivo. La reacción de la economía, que no entiende de ideologías, ha sido la de ir a peor. La crisis de deuda se ha traducido en una explosión de las primas de riesgo, en el rescate encubierto del BCE a España e Italia y en la certeza de que volvemos hacia la recesión. El caso es que parece que ni el riesgo de quiebra parece frenar la fe ciega de los keynesianos en el despilfarro como método infalible para salir de la crisis. Al final resultó que la estrategia que nos prometieron que nos sacaría de la crisis en un año, pleno empleo incluido, nos ha traído a las puertas de otra gran depresión de las que duran más de una década. Sólo con un ajuste de caballo evitaremos adentrarnos en ella.
Ignacio Moncada es ingeniero industrial por ICAI y trabaja como analista financiero de inversiones en Nueva York.
Ignacio Moncada Critica a KEYNES
Resulta heroica la obstinación de los keynesianos que van quedando. Mientras Occidente contempla cómo se derrumba la economía como resultado de más de tres años de políticas expansivas, éstos continúan su huída hacia delante. Y, sin duda, lo hacen con los ojos vendados, pues no ven que a escasos metros se encuentra el abismo. Rezaba en El País Jose Carlos Díez, economista jefe de Intermoney, que "la tensión en los mercados financieros que de nuevo estamos padeciendo ha sido causada por una obsesión por la austeridad". Yendo incluso más lejos, el incansable Paul Krugman repite dos veces por semana desde las páginas del The New York Times la misma idea: "una respuesta real a nuestros problemas conllevaría por el momento, ante todo, más gasto gubernamental, no menos".
La realidad sigue sin dar una alegría a los fervientes seguidores de Lord Keynes. Desde el momento en el que estalló la crisis, los Gobiernos de ambos lados del Atlántico siguieron a pies juntillas el manual anticrisis que nos legó el economista inglés: que los Gobiernos gasten todo el dinero posible, da igual en qué, con objeto de mantener la demanda inflada. El hecho es que se ejecutaron los mayores planes de gasto público que jamás vieron los tiempos. Podría parecer extraño que mientras la economía occidental se contrae con violencia, y la gente tiene cada vez menos recursos, la salida de los Gobiernos sea la de acaparar todo el crédito disponible para despilfarrarlo en sus más inmediatas ocurrencias. Pero la verdadera luz que iluminaba esas acciones, aunque parecieran absurdas a ojos del ciudadano de a pie, era la promesa de que en menos de un año se volvería al pleno empleo y al sano y enérgico crecimiento económico. Tres años después, la realidad, ajena a las fantasías keynesianas, sigue sin hacer caso a tan voluntarista ideología. Ha logrado, eso sí, lo que parecía impensable: colocar a grandes potencias económicas al borde mismo de la suspensión de pagos.
Pero el asunto sigue agravándose. Los Gobiernos, incluso viéndose a un paso del precipicio, siguen pensando que la clave para evitar una traca de quiebras soberanas está en reducir el déficit publico al 6%, cifra que alguien debió mencionar en Bruselas como si fuera la panacea contra la crisis y que no deja de seguir siendo un nivel de endeudamiento masivo. La reacción de la economía, que no entiende de ideologías, ha sido la de ir a peor. La crisis de deuda se ha traducido en una explosión de las primas de riesgo, en el rescate encubierto del BCE a España e Italia y en la certeza de que volvemos hacia la recesión. El caso es que parece que ni el riesgo de quiebra parece frenar la fe ciega de los keynesianos en el despilfarro como método infalible para salir de la crisis. Al final resultó que la estrategia que nos prometieron que nos sacaría de la crisis en un año, pleno empleo incluido, nos ha traído a las puertas de otra gran depresión de las que duran más de una década. Sólo con un ajuste de caballo evitaremos adentrarnos en ella.
Ignacio Moncada es ingeniero industrial por ICAI y trabaja como analista financiero de inversiones en Nueva York.
La realidad sigue sin dar una alegría a los fervientes seguidores de Lord Keynes. Desde el momento en el que estalló la crisis, los Gobiernos de ambos lados del Atlántico siguieron a pies juntillas el manual anticrisis que nos legó el economista inglés: que los Gobiernos gasten todo el dinero posible, da igual en qué, con objeto de mantener la demanda inflada. El hecho es que se ejecutaron los mayores planes de gasto público que jamás vieron los tiempos. Podría parecer extraño que mientras la economía occidental se contrae con violencia, y la gente tiene cada vez menos recursos, la salida de los Gobiernos sea la de acaparar todo el crédito disponible para despilfarrarlo en sus más inmediatas ocurrencias. Pero la verdadera luz que iluminaba esas acciones, aunque parecieran absurdas a ojos del ciudadano de a pie, era la promesa de que en menos de un año se volvería al pleno empleo y al sano y enérgico crecimiento económico. Tres años después, la realidad, ajena a las fantasías keynesianas, sigue sin hacer caso a tan voluntarista ideología. Ha logrado, eso sí, lo que parecía impensable: colocar a grandes potencias económicas al borde mismo de la suspensión de pagos.
Pero el asunto sigue agravándose. Los Gobiernos, incluso viéndose a un paso del precipicio, siguen pensando que la clave para evitar una traca de quiebras soberanas está en reducir el déficit publico al 6%, cifra que alguien debió mencionar en Bruselas como si fuera la panacea contra la crisis y que no deja de seguir siendo un nivel de endeudamiento masivo. La reacción de la economía, que no entiende de ideologías, ha sido la de ir a peor. La crisis de deuda se ha traducido en una explosión de las primas de riesgo, en el rescate encubierto del BCE a España e Italia y en la certeza de que volvemos hacia la recesión. El caso es que parece que ni el riesgo de quiebra parece frenar la fe ciega de los keynesianos en el despilfarro como método infalible para salir de la crisis. Al final resultó que la estrategia que nos prometieron que nos sacaría de la crisis en un año, pleno empleo incluido, nos ha traído a las puertas de otra gran depresión de las que duran más de una década. Sólo con un ajuste de caballo evitaremos adentrarnos en ella.
Ignacio Moncada es ingeniero industrial por ICAI y trabaja como analista financiero de inversiones en Nueva York.
Ignacio Moncada Critica a KEYNES
Resulta heroica la obstinación de los keynesianos que van quedando. Mientras Occidente contempla cómo se derrumba la economía como resultado de más de tres años de políticas expansivas, éstos continúan su huída hacia delante. Y, sin duda, lo hacen con los ojos vendados, pues no ven que a escasos metros se encuentra el abismo. Rezaba en El País Jose Carlos Díez, economista jefe de Intermoney, que "la tensión en los mercados financieros que de nuevo estamos padeciendo ha sido causada por una obsesión por la austeridad". Yendo incluso más lejos, el incansable Paul Krugman repite dos veces por semana desde las páginas del The New York Times la misma idea: "una respuesta real a nuestros problemas conllevaría por el momento, ante todo, más gasto gubernamental, no menos".
La realidad sigue sin dar una alegría a los fervientes seguidores de Lord Keynes. Desde el momento en el que estalló la crisis, los Gobiernos de ambos lados del Atlántico siguieron a pies juntillas el manual anticrisis que nos legó el economista inglés: que los Gobiernos gasten todo el dinero posible, da igual en qué, con objeto de mantener la demanda inflada. El hecho es que se ejecutaron los mayores planes de gasto público que jamás vieron los tiempos. Podría parecer extraño que mientras la economía occidental se contrae con violencia, y la gente tiene cada vez menos recursos, la salida de los Gobiernos sea la de acaparar todo el crédito disponible para despilfarrarlo en sus más inmediatas ocurrencias. Pero la verdadera luz que iluminaba esas acciones, aunque parecieran absurdas a ojos del ciudadano de a pie, era la promesa de que en menos de un año se volvería al pleno empleo y al sano y enérgico crecimiento económico. Tres años después, la realidad, ajena a las fantasías keynesianas, sigue sin hacer caso a tan voluntarista ideología. Ha logrado, eso sí, lo que parecía impensable: colocar a grandes potencias económicas al borde mismo de la suspensión de pagos.
Pero el asunto sigue agravándose. Los Gobiernos, incluso viéndose a un paso del precipicio, siguen pensando que la clave para evitar una traca de quiebras soberanas está en reducir el déficit publico al 6%, cifra que alguien debió mencionar en Bruselas como si fuera la panacea contra la crisis y que no deja de seguir siendo un nivel de endeudamiento masivo. La reacción de la economía, que no entiende de ideologías, ha sido la de ir a peor. La crisis de deuda se ha traducido en una explosión de las primas de riesgo, en el rescate encubierto del BCE a España e Italia y en la certeza de que volvemos hacia la recesión. El caso es que parece que ni el riesgo de quiebra parece frenar la fe ciega de los keynesianos en el despilfarro como método infalible para salir de la crisis. Al final resultó que la estrategia que nos prometieron que nos sacaría de la crisis en un año, pleno empleo incluido, nos ha traído a las puertas de otra gran depresión de las que duran más de una década. Sólo con un ajuste de caballo evitaremos adentrarnos en ella.
Ignacio Moncada es ingeniero industrial por ICAI y trabaja como analista financiero de inversiones en Nueva York.
La realidad sigue sin dar una alegría a los fervientes seguidores de Lord Keynes. Desde el momento en el que estalló la crisis, los Gobiernos de ambos lados del Atlántico siguieron a pies juntillas el manual anticrisis que nos legó el economista inglés: que los Gobiernos gasten todo el dinero posible, da igual en qué, con objeto de mantener la demanda inflada. El hecho es que se ejecutaron los mayores planes de gasto público que jamás vieron los tiempos. Podría parecer extraño que mientras la economía occidental se contrae con violencia, y la gente tiene cada vez menos recursos, la salida de los Gobiernos sea la de acaparar todo el crédito disponible para despilfarrarlo en sus más inmediatas ocurrencias. Pero la verdadera luz que iluminaba esas acciones, aunque parecieran absurdas a ojos del ciudadano de a pie, era la promesa de que en menos de un año se volvería al pleno empleo y al sano y enérgico crecimiento económico. Tres años después, la realidad, ajena a las fantasías keynesianas, sigue sin hacer caso a tan voluntarista ideología. Ha logrado, eso sí, lo que parecía impensable: colocar a grandes potencias económicas al borde mismo de la suspensión de pagos.
Pero el asunto sigue agravándose. Los Gobiernos, incluso viéndose a un paso del precipicio, siguen pensando que la clave para evitar una traca de quiebras soberanas está en reducir el déficit publico al 6%, cifra que alguien debió mencionar en Bruselas como si fuera la panacea contra la crisis y que no deja de seguir siendo un nivel de endeudamiento masivo. La reacción de la economía, que no entiende de ideologías, ha sido la de ir a peor. La crisis de deuda se ha traducido en una explosión de las primas de riesgo, en el rescate encubierto del BCE a España e Italia y en la certeza de que volvemos hacia la recesión. El caso es que parece que ni el riesgo de quiebra parece frenar la fe ciega de los keynesianos en el despilfarro como método infalible para salir de la crisis. Al final resultó que la estrategia que nos prometieron que nos sacaría de la crisis en un año, pleno empleo incluido, nos ha traído a las puertas de otra gran depresión de las que duran más de una década. Sólo con un ajuste de caballo evitaremos adentrarnos en ella.
Ignacio Moncada es ingeniero industrial por ICAI y trabaja como analista financiero de inversiones en Nueva York.
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