La neuroeconomía, un campo de investigación en auge, descubre que cuando
nos arriesgamos, nos fiamos de los demás, hacemos un negocio o nos
juegan una mala pasada, se desencadenan mecanismos neuronales de
resultados sorprendentes. Economía emocional nos enseña a identificar
las trampas cognitivas en las que corremos el riesgo de caer cada día,
sugiriendo las estrategias más adecuadas para defendernos de quien
intenta aprovecharse de ellas, y también a tomar mejores decisiones
económicas.
Las elecciones económicas no son fáciles. Sucede lo mismo que a
Charlie Brown, que se queda confundido cuando ve a una niña pelirroja.
Cuando se trata de ahorrar, gastar e invertir, las personas actúan de
manera irracional y como fulminantes calculadores de utilidades que
pueblan los modelos matemáticos de los libros de economía. Es más, el
cerebro tiene un procesador muy lento, poca memoria y más gusanos de los
que estamos dispuestos a admitir. Todo ello lo explica el economista
Matteo Motterlini en el libro Economía emocional (editorial Paidós), un
tratado en el que analiza en qué nos gastamos el dinero y por qué. Y se
pregunta si alguna vez nos hemos parado a reflexionar por qué gastamos
de distinta manera el dinero del sueldo y el de la paga extraordinaria.
Lo que sucede, según Motterlini, es que tenemos tendencia a desarrollar cuentas mentales separadas, a atribuir a los mismos euros un valor monetario distinto, dependiendo de cómo han entrado en nuestros bolsillos y cómo están a punto de salir de ellos.
Frente a un mismo problema puede suceder que tomemos decisiones diametralmente opuestas, según cómo se represente y cómo se presenta. En otras palabras, ¿por qué preferimos un yogur desnatado al 95% en vez de con el 5% de grasa, o un jersey con el 80% de pura cachemira en vez de con un 20% de mezcla de lana? De manera similar, reaccionamos de distinta manera al riesgo según si éste se presenta con las ganancias en vez de con las pérdidas. En realidad, las segundas molestan más que las primeras que nos llegan a gratificar y con tal de evitarlas hacemos lo imposible.
Dice el autor, que enseña Economía Cognitiva y Filosofía de la
Ciencia en la Università Vita-Salute San Raffaele, de Milán, que vivimos
en la incertidumbre y en ella tenemos que tomar decisiones
cotidianamente, pero no siempre éstas son las más prudentes, ni siquiera
cuando adoptamos el papel de un experto promotor financiero o de un
médico. Porque la percepción del riesgo es voluble, y el modo en el que
se entienden los datos, proporciones, porcentajes y estadísticas es
fácilmente influenciable. Los números, prosigue Motterlini, no son en
absoluto fríos u objetivos para nuestra mente, que muchas veces los tiñe
de emociones con resultados tan irracionales como sorprendentes. Pero
lo que más traiciona es la actitud de creer que sabemos cosas que no
sabemos, y de atribuirnos competencias y capacidades superiores a
aquellas de las que efectivamente disponemos. Es la trampa de la
presunción. 'Tropezamos con ella cuando adscribimos la responsabilidad
de nuestros fracasos a la mala suerte, pero nos adjudicamos todo el
mérito de los éxitos. O bien cuando vemos sólo aquello que queremos ver,
aferrándonos a certidumbres y prejuicios cuando éstos contrastan con
los hechos'.
Los dos procesos, cuenta Matteo Motterlini, pueden estar fácilmente en competencia, como cuando realizamos una elección irracional, cayendo en alguna trampa cognitiva. 'Entonces nos guía ese pequeño homúnculo que se agita y vocifera dentro de nosotros sin dejarnos tranquilidad para reflexionar. Cuando nos zambullimos en un vaso de Nocilla, aun sabiendo que nos convendría respetar la dieta'.
Según el autor, 'empujados por nuestros impulsos viscerales sacrificamos un poco de nuestro futuro por un placer inmediato'. Sin embargo, esto no siempre es un obstáculo para las elecciones. Para tomar una decisión correcta no basta con saber qué se debería hacer, sino que también es preciso que el cuerpo nos lo haga sentir. La conclusión es que los caminos de los circuitos neuronales son infinitos.
Lo que sucede, según Motterlini, es que tenemos tendencia a desarrollar cuentas mentales separadas, a atribuir a los mismos euros un valor monetario distinto, dependiendo de cómo han entrado en nuestros bolsillos y cómo están a punto de salir de ellos.
Frente a un mismo problema puede suceder que tomemos decisiones diametralmente opuestas, según cómo se represente y cómo se presenta. En otras palabras, ¿por qué preferimos un yogur desnatado al 95% en vez de con el 5% de grasa, o un jersey con el 80% de pura cachemira en vez de con un 20% de mezcla de lana? De manera similar, reaccionamos de distinta manera al riesgo según si éste se presenta con las ganancias en vez de con las pérdidas. En realidad, las segundas molestan más que las primeras que nos llegan a gratificar y con tal de evitarlas hacemos lo imposible.
Los números, dice el autor, no son en absoluto
fríos u objetivos para nuestra mente, que muchas veces los tiñe de
emociones con resultados tan irracionales como sorprendentes
Cuando se toma Nocilla y se está a dieta
El proceso a través del cual maduran las elecciones ha sido objeto de investigaciones por parte de psicólogos cognitivos, neurocientíficos y economistas. Y permite entender de qué manera se tiende a ser irracional y por qué razones. Estas investigaciones, en las que se han utilizado instrumentos que permiten monitorizar y visualizar la actividad cerebral, sugieren que las decisiones son producto de una incesante negociación entre procesos automáticos y procesos controlados, entre afectos y conocimiento o entre pasiones y razón.Los dos procesos, cuenta Matteo Motterlini, pueden estar fácilmente en competencia, como cuando realizamos una elección irracional, cayendo en alguna trampa cognitiva. 'Entonces nos guía ese pequeño homúnculo que se agita y vocifera dentro de nosotros sin dejarnos tranquilidad para reflexionar. Cuando nos zambullimos en un vaso de Nocilla, aun sabiendo que nos convendría respetar la dieta'.
Según el autor, 'empujados por nuestros impulsos viscerales sacrificamos un poco de nuestro futuro por un placer inmediato'. Sin embargo, esto no siempre es un obstáculo para las elecciones. Para tomar una decisión correcta no basta con saber qué se debería hacer, sino que también es preciso que el cuerpo nos lo haga sentir. La conclusión es que los caminos de los circuitos neuronales son infinitos.
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