Hay vidas que acomplejan en el mejor sentido, biografías que apabullan si se tiene en cuenta los medios de entonces, años que cunden mucho más que ahora, con la vida histérica en twitter. Es el caso de Marjorie Grice-Hutchinson, esa señora que eligió Málaga para vivir, Londres para estudiar, la escuela de Salamanca como su tema. Que escogió la Universidad de Málaga para enseñar ya de mayor, para donarle parte de la que fue la finca de su juventud, desde donde su padre se convirtió en el principal benefactor de Churriana. Sí, es lo que ve cualquier pasajero de paso hacia el aeropuerto, ese jardín misterioso que hay en la rotonda, enfrente de la fábrica de la Coca-Cola, rodeado de un muro.
Con el discurso feminista dominante, parece que no fue hasta antes de ayer cuando las mujeres fueron capaces de estudiar y hacer aportaciones académicas relevantes. Da igual que existiera Marie Curie. O Marjorie Grice-Hutchinson, aquella niña que, hija de un relevante abogado inglés, George William Grice Hutchinson, viajó por varios países, recibió una esmerada educación en casa, latín incluido, y, ya en los años 30, pudo ir a la universidad.
Gracias a los escritos de su amiga, la profesora Aurora Gámez, sabemos de su afición al deporte, sobre todo al tenis y al esquí. Debía de ser Marjorie pues una señora extraña en España, en el campo de Málaga. Y lo confirma ella contándoselo a Carmen Caro, hija de Pío Caro Baroja, con finca en Churriana: «Las mujeres españolas de entonces eran encantadoras pero tenían poca conversación». Es normal que buscara la amistad y la conversación de Gamel Woolsey, la mujer de Gerald Brenan, que le dedica a Marjorie Málaga en llamas, el recuento de la guerra civil desde la casa de Churriana.
Con Gamel Woolsey, según le contaba a Carmen Caro, era capaz de ir andando de Ojén a Churriana, con cerezos en flor y pasaba tardes tomando el té y hablando de libros. Cuenta Marjorie que era ella quien mejor conocía a los españoles, porque Brenan siempre siguió frecuentando a ingleses cultivados de visita.
Es fácil imaginarla como una suerte de Isak Dinesen, «yo tenía un cortijo en Málaga», esa ciudad que su padre vio arrasada en la Guerra Civil y de la que ayudó a escapar a gente en su yate Honey Bee camino de Gibraltar. De hecho, como Karen Blixen-Isak Dinesen, Marjorie, ya casada con el ingeniero agrónomo, Barón Ulrich von Schlippenbach, se dedicó a explotar el cortijo de Santa Isabel, donde pusieron una escuelita en la que aprendían muchos niños de la zona. Y gracias a Carmen Caro sabemos, porque se lo explicó Marjorie, que su suegro fue encargado de la fábrica de Los Guindos, donde consiguió que ningún trabajador enfermara porque él se ponía en la puerta del comedor y obligaba a lavarse las manos a quien las tuviera sucias».
Su futuro marido se fue a estudiar a Alemania y a principios de los años 30 llevaba fincas de una familia judía, propietaria del Berliner Zeitung. Con el auge del nazismo, su padre le aconsejó que volviera y compraron el cortijo Santa Isabel, en el camino a Cártama desde Churriana. Ahora es un polígono industrial.
En la teoría económica, resume su amiga y compañera Aurora Gámez: «Su aportación básica, fundamental, ha consistido en profundizar, asentar y difundir en el mundo científico internacional el valor, la originalidad y la aportación pionera de la Escuela de Salamanca al campo de la teoría monetaria, haciendo que las ideas aquellos españoles ocupen el lugar que les corresponde en el haber de la ciencia económica mundial.
Ahora bien, junto a esta contribución tenemos que señalar, asimismo, la de haber demostrado el importante papel, también pionero, de los intelectuales musulmanes españoles en el conocimiento de las ideas de Platón y Aristóteles en Europa occidental». Casi nada. Sí, fue una inglesa la que le propuso al mismo Frederick A. von Hayeck hacer una tesis doctoral sobre aquellos pensadores del siglo de Oro y gracias a la que fue posible acuñar el término ‘La Escuela de Salamanca’.
El Premio Nobel de Economía, gurú del liberalismo, no le dio muchos ánimos. Pero ella perseveró y se entusiasmó. Aprendió de los mejores en la London School of Economics y, en la vida, una actitud, de su padre, de ayuda al entorno. Todavía en Churriana recuerdan «al inglés de la loma de San Julián» por haber sufragado un dispensario y traer medicinas de Gibraltar para los más necesitados, por su ayuda a los tuberculosos y a unas chicas a las que puso colegio. Ella se ocupó de que el mundo supiera cómo era la vida en el campo de entonces, con un par de libros, y escribió una obra sobre el cementerio inglés, donde están depositadas sus cenizas, que ha hecho mucho por la conservación de esa joya del paseo de Príes.
Se ocupó también de la arqueología de Churriana que, en este pueblo, el mío, se nos olvida que tenemos tan cerca las excavaciones de Cerro del Villar, el origen fenicio de Málaga. Me gusta imaginarla entre vacas, niños pobres, observando pájaros y, a la vez, estudiando libros, a los clásicos, a los no tanto, llevando una correspondencia intensa con economistas de todo el mundo, la curiosidad siempre alerta. Esa señora que fue envejeciendo con toda la dignidad que ahora parece no haber, encogiendo, pelo blanco pero las neuronas en funcionamiento, muy recta con el birrete de doctora Honoris Causa que fue en la Universidad de Málaga, y también de la Complutense de Madrid.
Hace unos meses, Carlos Rodríguez Braun, como prólogo a una charla que dio en la Diputación, dijo que lo que más le gustaba de Málaga era el cementerio inglés, porque allí estaba enterrada su amiga Marjorie, aquella señora que nunca tuvo edad, porque jamás se rindió a la posibilidad de dejar de aprender o de ayudar. Como él, Marjorie Grice-Hutchinson, dicen, tenía un gran sentido del humor. Y era una optimista: escribió y documentó Aproximación al pensamiento económico en Andalucía.
Alguien que donó la finca de su padre a la Universidad, que escribió sobre el cementerio inglés para recordarlo, se merecería que en la casa de su amigo Gerald Brenan, en Churriana, hubiera un hueco donde Cristóbal Salazar pudiera colgar las fotos que ha ido recopilando sobre los personajes extranjeros que pasaron por ese pueblo convertido ahora casi en ciudad dormitorio. En esa casa tan bien rehabilitada se debería honrar a los hispanistas que se enamoraron de ese rincón y trajeron hasta allí a sus amigos extranjeros. Primero hay que aprender a honrar a los muertos y eso es lo que hemos pretendido con este suplemento. No pude conocerla en vida pero, gracias, Marjorie. Ahora sé mucho más de lo que hay detrás de ese cartel en la rotonda del aeropuerto, donde vivió «el inglés del cruce», con su colección de jilgueros australianos, su servicio bien tratado, su ropa de campo y recuerdos de una guerra civil donde salvó a gente de las dos Españas. Primero a unos, luego a otros. O sea, ayudó a la tercera España, siempre amenazada por los enemigos de la libertad.
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